La figura de la divinidad es tan antigua como la humanidad misma; sin embargo, esta ha evolucionado al igual que la sociedad, en un principio para contribuir en los cambios positivos que ha significado el tránsito, de una forma vieja a otra nueva de relación entre los hombres y los bienes para la producción, luego de manera negativa cuando esta se convierte en un obstáculo para el progreso.
De la visión politeísta propia del hombre primitivo y luego en el esclavismo, en que se veneraban los cuatro elementos de la naturaleza: agua, tierra, aire y fuego, así como diversos animales, según el pueblo o región que se habitara, tenían en común el poco aprecio por el ser humano, al punto de promover sacrificios de niños o mujeres; la humanidad recurrió al monoteísmo, para unificar la autoridad de los monarcas o señores feudales que disponían del trabajo de los siervos de la gleba, pero no de sus vidas y convirtió a los monasterios, en los depositarios del archivo de los conocimientos acumulados en los siglos en que transcurrió este modelo de sociedad.
Luego cuando comerciantes y artesanos se constituyeron en el primordio de burguesía, que advino con el capitalismo en la Europa occidental, las reformas se convirtieron en la manera que la fe se alineaba con este nuevo modo de sociedad, que requería echar en el olvido conceptos y creencias afirmadas por la iglesia de la era medieval.
La ciencia, el conocimiento profundo de la naturaleza formo parte de los aportes constructivos de este nuevo arreglo colectivo, al igual que un contrato social en el que para su mejor funcionamiento ofreció: educación, salud, condiciones sanitarias y servicios públicos y trabajo, con salario que, aunque esconde una forma de explotación, permitiera la demanda de los bienes y servicios producidos por la industria y la agricultura moderna.
Pero una vez el gran capital comienza un proceso de acumulación sin precedente y desborda su necesidad de reproducción, despoja a millones de seres de estas condiciones básicas de sobrevivencia y usufructúa si piedad la naturaleza, no en el ánimo de resolver necesidades de la humanidad sino de maximizar la ganancia; aquí también juega el dogma y proliferan un sin número de “iglesias” que promueven la discriminación por raza o género, que descalifican a individuos o sociedades con cualquier pretexto, tan solo para ofrecer la justificación moral que requieren los dueños del poder económico, para suprimir a quienes se constituyen en un obstáculo en la satisfacción de su codicia o promover a quienes contribuyan a cumplir sus siniestros propósitos.
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Por: Libardo Gómez Sánchez – libardogomez@gmail.com