Un vecino me habla mal de otro sin conocerlo ni escucharlo, solo porque no apoya “a su político”. Esa escena, repetida en chats y espacios sociales de toda Latinoamérica, explica por qué nos cansamos tan rápido: los odios ideológicos desgastan mucho más que las derrotas en la vida.
Decepcionarse de un político no es cinismo; es EVOLUCIÓN CÍVICA. Si prometió y no cumplió, esperábamos algo y no pasó, entonces cambiar de opinión no es traición, es madurez. Aferrarse a una preferencia contra la evidencia, en cambio, es pasividad social: un modo de renunciar al poder ciudadano y traicionar nuestra esencia y lugar de pertenencia.
Lo que erosiona la convivencia no es solo la corrupción, es el autoritarismo democrático: convertir al distinto en hereje, esa costumbre de santificar y fingir pasión por causas nobles mientras generan lucro electoral por suerte, se está oxidando. Se vota, sí, pero se exige unanimidad emocional: alineate o desaparecé. Ese molde produce fanáticos y cínicos; nunca vecinos.
No faltan líderes: sobran barreras (de plata, de tono, de prejuicio) que hacen inviable a los mejores antes de empezar. Todo esto no inspira respeto, aunque lo pretendan. Y allí crece el funcionalismo electoralista: la alianza entre chequeras urgentes y candidaturas obedientes que mantiene cerrada la puerta de entrada a quienes podrían competir con decencia y bajo costo.
La firmeza no exige gritos; el respeto no implica tibieza. Democracia madura es otra cosa: es cuidar el disenso como quien cuida una herida. Si digo “derechos humanos”, empiezo por reconocer la humanidad de quien me discute. Si digo “vida”, dejo de matar reputaciones. Si digo “paz”, la practico en cada diálogo: escuchar de verdad, reformular lo que el otro piensa hasta que él mismo se reconozca en mi síntesis y recién ahí responder. Es un gesto simple, pero desactiva la pedagogía del enemigo que tan tóxicamente rentable se ha vuelto.
Hay una trampa emocional en creer que “el pueblo tiene los candidatos o políticos que se merece”. No: el pueblo tiene los candidatos que el sistema permite. Cuando competir cuesta más que gobernar, cuando la política se parece a un peaje, cuando cuidar los votos el Día D exige maquinarias que un ciudadano común no puede pagar, el resultado es previsible: llegan los posibles, no necesariamente los mejores. Por eso incomoda tanto la crítica con respeto: abre el embudo. Obliga a que las ideas compitan sin que una chequera decida el final.
¿Ingenuidad? Por supuesto que no. Propongo una práctica diaria: discrepar mejor. No para “ser buenos”, sino para ser más eficaces. La evidencia vale más que el eslogan, y una convicción que no soporta un dato nuevo es una superstición. La conversación difícil con el familiar, el vecino o el Whatsapp familiar es el laboratorio donde una comunidad aprende a decidir sin romperse. Y ahí los sentidos mandan: cuando escuchamos o leemos con respetuosa atención, ajustamos; cuando odiamos, nos cerramos y agotamos.
El cambio empieza en pequeñas escenas, no en promesas épicas. Antes de reenviar un video que confirma lo que ya creés, podrías hacer 2 cosas: buscar una fuente que lo contradiga y preguntale a un conocido que piensa distinto cómo ve el asunto. Mañana, si una persona (y más un político al que le diste tu apoyo) nos decepciona, puedo decirlo en voz alta sin que me confundan con “el enemigo”. Después puedo elegir apoyar a quien argumenta mejor y gasta menos, aunque no sea “de los míos”. Esos tres movimientos (dudar con método, hablar con coraje, respaldar con criterio) pesan más que cualquier blablablería simpática y populista.
Si cuidamos el disenso, desarmamos los incentivos del autoritarismo con sonrisa. Si bajamos la épica y subimos la evidencia, perforamos el funcionalismo electoralista. Si cambiamos de opinión ante la realidad, no nos volvemos frágiles: nos volvemos potentemente libres. La invitación es concreta y empieza hoy: una conversación difícil, una evidencia nueva, una opinión ajustada. Oídos, no odios. Ahí empieza la diferencia y una supervivencia de los más aptos, digna y sin obsecuencias lucrativas y especulativas.
Los extremos fallan: el que busca quedar bien con todos queda mal con todos, y el que no escucha, choca. Propongo: no prejuzgar, conversar sin gritar ni acusar, escuchar y verificar antes de creer todo ciegamente. Apoyar a quien convence con verdaderas ideas fundamentadas, no con chequera ni delirios irrealizables. Estamos aún a tiempo: oídos, no odios.
—
Por: Caly Monteverdi
Conferencista internacional
Comunicador argentino, asesor estratégico y creativo
X – Twitter: @Calytoxxx


