La encrucijada de la verdad, la tradición y la costumbre: el valor político del cambio

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En términos de debates políticos, un lugar común suele ser anular la voz del otro a través de una pretendida superioridad moral. La premisa que reza que el “fin justifica los medios” toma mucha relevancia en pugnas de este tipo, sobre todo en contexto de contiendas electorales.

Con frecuencia vemos imágenes que más que visibilizar un ejercicio discursivo, retórico, de circulación de ideas, de proyectos de gobernanza, etc., ponen de manifiesto una crueldad exacerbada y atada en el inconsciente social. Tal vez el problema mismo sea la instancia donde se legitima, se levanta dicha moralidad, la cual podríamos llamar sentido común, tradición, que promulga la supremacía de un individuo sobre otro, o de una clase social sobre otra, para defender su “propia verdad”.

Ciertamente desde antiguo la disputa por la verdad se ha constituido en el caballo de batalla de quienes pretenden el ejercicio del poder. Tener la verdad es tener el poder, pero no precisamente porque se pueda ostentar algo así como una dominación englobante y/o autoridad total sobre los otros, sino porque con ello (la verdad) se tiene acceso a dicha instancia donde se instalan los imaginarios colectivos, las tradiciones y las costumbres de los pueblos.

Se trata entonces de un orden socialmente aceptado, que se ha ido construyendo históricamente y, del que en algún momento perdemos su trazabilidad, su rastro, creyendo que este ha aparecido mágicamente y que ha existido como tal por los siglos de los siglos.

El sentido de la verdad, o de lo que aceptamos socialmente por ella, se ha constituido en la mayor pugna de la humanidad. Así, por ejemplo, en la Grecia clásica, cuna de la civilización occidental, mientras algunos afirmaban que la verdad (el ser) se afirmaba en el cambio constante (todo fluye, nada permanece, constante devenir), otros, por el contrario, señalaban que la verdad siempre es una, permanente, eterna e inalterable.

Las dos posiciones representan concepciones de mundo, modelos civilizatorios, vínculos históricos e incluso imaginarios políticos y religiosos, que luchan constantemente por la hegemonía y, con ello el dominio de aquello que es aceptado como verdad.

La historia nos ha mostrado que la “visión de mundo” que ha salido avante en esta contienda, al menos en occidente, es la segunda posición. Se trata de una posición simplificadora y reduccionista que propende por una cierta unidad, identidad (el ser es uno).

Al inclinarse la balanza por esta posición, aquello que se instala en el imaginario colectivo, en el sentido común es lo que resulta ser defendido como “verdad”, bajo el rotulo de tradición, costumbre e incluso moralidad. De tal forma, que todo aquello que no encaje en este paradigma es descalificado inmediatamente como falso, inmoral, desviado, polarizador, etc., tal como sucede con la primera posición, la del constante devenir.

El problema con esto es que no hay lugar para la transformación, para idearios de futuros alternativos, para el cambio mismo. Por ello, muchos de los estigmas morales, prejuicios históricos, tradicionales, de los que padecen nuestras sociedades (tales como el racismo, el machismo, la misoginia, la homofobia, etc.) se convierten en costumbres que adoptan los pueblos y que son difícilmente desplazables o reemplazables y, lo peor, es que dan lugar prácticas que, aunque repudiables, son socialmente aceptadas y naturalizadas (segregación, feminicidios, deforestación, corrupción, etc.).

Si eres pobre, estas condenado a ser pobre toda la vida; si eres mujer debes cuidar a tus hijos y cumplir con las labores del hogar; y así podríamos seguir enunciando diversas historias, desde el lugar de aquellos que no encajan en los estereotipos que privilegian aquellas posiciones de superioridad, ser blanco, hombre, rico, estudiado, etc., posiciones defendidas por la costumbre, las tradiciones, la moralidad y bajo la bandera de aquello que se instala como verdad.

De esta forma, el cambio, el devenir, toma un valor político, no solo porque desafía leyes históricas, sino porque permite el desplazamiento del sentido común y, con ello, la transformación de ciertos prejuicios morales y de prácticas que, aunque antiguas, tradicionales no representan el bienestar de las personas y les restas posibilidades de libertad y de acción.

Por: Jhon Jairo Losada Cubillos
Investigador del Centro de Filosofía del Derecho
Universidad Católica de Lovaina, Bélgica

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