La voz de un actor no es solo su herramienta: es su firma. En Val Kilmer, esa voz era una mezcla de bruma y relámpago, el eco de una sensibilidad feroz atrapada en un cuerpo de gladiador. Fue Iceman, fue Jim Morrison, fue Batman. Fue irreverente, versátil, magnético. Y, sin embargo, terminó siendo algo más profundo y doloroso: fue paciente.
Val Kilmer murió tras una larga lucha contra un cáncer de laringe. Esa palabra —laringuectomía— que para quienes nos dedicamos a la cirugía de cabeza y cuello representa técnica, reconstrucción y protocolos, para él significó la pérdida de su identidad vocal. Para un actor, ser despojado de la voz es como para un músico perder los dedos. No es solo una herramienta: es la piel del alma.
Lo vi, como tantos, en el documental Val (2021), hablando con la ayuda de un dispositivo electrónico, con la voz robotizada de la sobrevivencia. Y lloré. Porque ahí estaba un hombre desarmado, sin máscaras, enfrentando la mirada de un mundo que lo había encasillado en papeles brillantes y viriles, y que ahora lo contemplaba frágil, vencido y, sin embargo, lleno de dignidad. En su dolor, hubo una enseñanza: la enfermedad no borra el arte; lo resignifica.
La laringe no solo permite hablar. Es el órgano del grito, de la risa, del llanto, del susurro amoroso y del insulto desesperado. Es el instrumento con el que narramos nuestras vidas. Por eso, cuando la extirpamos, no solo operamos tejidos. Intervenimos la historia de alguien. Y eso —nos guste o no— nos convierte en guardianes de algo más que la anatomía: somos custodios del alma herida.
Val eligió no ocultarse. Dejó que lo viéramos en su fragilidad, y con ello nos devolvió una lección de humanidad. Su silencio fue más elocuente que sus diálogos en Top Gun. Nos mostró que la vida no es una película de acción: es un guion impredecible, donde incluso los héroes deben aprender a vivir sin voz.
Su muerte nos confronta. Como cirujano, me obliga a preguntarme si estamos haciendo lo suficiente para humanizar cada decisión quirúrgica, cada intervención, cada conversación con nuestros pacientes. Como amante del cine, me lleva a reflexionar sobre lo efímero de la gloria y lo permanente del legado. Y como ser humano, me invita al silencio… ese lugar donde resuena la memoria de las voces que ya no están.
Hoy Val Kilmer ya no está. Pero nos queda su obra, su lucha, su verdad sin filtros. Nos queda su voz, no la biológica, sino la otra: la que vibra en cada espectador que alguna vez lo escuchó decir “I’m your huckleberry”. Esa voz no muere. Esa voz, como los grandes artistas, encuentra siempre la manera de quedarse.
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Por: Adonis Tupac Ramírez Cuéllar – adonistupac@gmail.com
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