Dejen de buscar a Satanás en la oposición: lo tienen en el espejo.
A propósito de las sensaciones que me despertó la lectura del libro *SATAN*, las mismas quise compartirlas en esta columna.
En su provocador libro *SATAN*, Yehuda Berg plantea una premisa inquietante: el verdadero enemigo no es un demonio con cuernos y tridente, sino una fuerza interna que se disfraza de ego, de miedo, de reacción impulsiva, de orgullo herido.
Un adversario silencioso que alimentamos cada vez que preferimos tener la razón antes que tener paz. En Colombia, ese Satanás no vive en los discursos encendidos ni en los titulares escandalosos: habita cómodamente en la polarización, en la necesidad obsesiva de dividir el país entre «ellos» y «nosotros».
A propósito de la situación que atraviesa el senador Miguel Uribe Turbay, no se necesita ser seguidor ni detractor para reconocer que el espectáculo que ha rodeado su caso – como tantos otros – ha dejado de ser debate político y ha mutado en un linchamiento moral orquestado por las pasiones colectivas, esas que el «adversario» de Berg utiliza con maestría. Hoy no se juzgan ideas; se condenan personas. No se buscan soluciones; se celebran caídas como goles en un clásico sin árbitro.
¿Qué ganamos como país cuando a cada piedra lanzada desde un lado se responde con una granada desde el otro? El adversario (ese Satanás simbólico que nos habita a todos) no necesita tomar partido: gana cada vez que alguien grita «traidor», «vendido», «uribista de clóset» o «mamerto infiltrado». Gana cuando la indignación se vuelve adicción, cuando las redes sociales se convierten en patíbulo y cuando confundimos justicia con venganza.
El caso del senador Uribe Turbay podría haber sido una oportunidad para que la institucionalidad mostrara madurez. Pero no: el ego – ese lobo hambriento que describe Berg – se soltó en manada. Algunos vieron en su vulnerabilidad un momento perfecto para ajustar cuentas ideológicas. Otros, con igual oportunismo, pretendieron convertir su situación en estandarte de persecución política. En ambos extremos, el adversario sonreía satisfecho: la unidad nacional, otra vez, era pisoteada con entusiasmo.
Y no se trata de minimizar responsabilidades ni de canonizar personajes. Aquí no hay mártires ni villanos de telenovela. Pero sí urge señalar que convertir cada hecho en una trinchera política termina por erosionar algo más grave: la capacidad de vernos como un *nosotros*. Colombia no puede seguir permitiéndose ser una nación donde el dolor ajeno es usado como combustible de discursos, donde cada caída es motivo de jolgorio o instrumentalización dependiendo del color de la camiseta.
Berg no propone que neguemos la existencia del adversario, sino que lo desenmascaremos. Que dejemos de proyectarlo hacia afuera y lo reconozcamos en nuestras propias decisiones, nuestros impulsos, nuestras palabras. En un país donde cada quien cree portar la verdad absoluta, el ego es el mejor aliado del caos.
Por eso, esta columna no pretende defender ni atacar a Miguel Uribe. Pretende usar su caso – como podríamos usar cualquier otro, de cualquier orilla – para mirar más allá del espectáculo. Para preguntarnos si el país que estamos construyendo es uno donde la solidaridad existe solo entre compañeros de trinchera, y la empatía es una rareza que se reserva a quienes piensan como uno.
Necesitamos bajarle el volumen al ego, dejar de escuchar solo para responder y empezar a oír para entender. Rechazar el discurso guerrerista que busca convertir la política en un campo de batalla moral donde solo hay vencedores y vencidos. Colombia no es un ring, aunque a veces lo parezca. Es un país donde cabemos todos, incluso aquellos con los que disentimos profundamente.
Y tal vez sea momento de decirlo con claridad: el verdadero enemigo no es de derecha ni de izquierda, no es un partido ni un apellido. Es esa fuerza interna – como nos recuerda Berg – que se disfraza de justicia cuando en realidad es venganza, de opinión cuando es juicio, de patriotismo cuando es fanatismo. Ese adversario no necesita que lo invoquen con pentagramas: basta un tuit sarcástico, una columna incendiaria, una risa burlona en el Congreso para que se sienta en casa.
Claro, la sátira es útil, incluso necesaria. Pero no para ridiculizar al caído, sino para recordarnos – con humor ácido, pero con propósito profundo – que el ego nos juega malas pasadas. Y que mientras sigamos dejándonos arrastrar por él, como sociedad no haremos más que repetir una y otra vez el mismo patrón de división y ruina.
El país no necesita más enemigos inventados. Ya tenemos suficientes reales: la desigualdad, la corrupción, la violencia, la impunidad. Enfrentarlos exige unidad, no unanimidad; solidaridad, no seguidismo; crítica responsable, no linchamiento emocional. Y, sobre todo, exige reconocer que el adversario que más daño nos hace no está en el Congreso, ni en Palacio, ni en las calles. Está en cada uno de nosotros, cada vez que elegimos el odio en vez del entendimiento.
Tal vez el primer paso para que Colombia deje de estar poseída por el adversario no es exorcizar al otro, sino reconciliarnos con nosotros mismos.
P.D. Tal vez por eso tenemos dos orejas y una sola boca: para escuchar el doble de lo que hablamos. Pero en Colombia, parece que el diseño anatómico es un simple adorno, porque aquí gritamos con la boca y también con las orejas. Mientras el país se desangra por la lengua filuda de todos los bandos, nadie visita a la Virgen del Silencio – santa patrona del autocontrol – ni invoca al Ángel de la Escucha, que debe estar en huelga desde que se volvió moda opinar antes de entender.
El adversario, ese Satanás del que habla Yehuda Berg, no necesita tomar forma humana: basta con ver los debates nacionales convertidos en concursos de quién insulta con más elegancia. Y mientras tanto, los que podrían escuchar, callan. Los que deberían callar, vociferan. Si el país quiere salvarse, no será a gritos, ni a punta de trinos poseídos. Será cuando recordemos que escuchar también es un acto político, que el silencio no es cobardía y que, tal vez, el único exorcismo útil es ese en el que uno mismo se amarra la lengua… y afina el oído. Porque el diablo no solo mete la cola: también mete el ruido.
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Por: Faiver Augusto Segura Ochoa
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