Hay frases que incomodan, pero su crudeza encierra verdades necesarias. Una de ellas, quizás la más incómoda para quienes insisten en edulcorar la política, es esta: no se puede gobernar con el enemigo. No es una sentencia de guerra, ni una postura radical; es un principio de sentido común. La gobernabilidad no se sostiene con discursos que simulan consensos donde en realidad habita el sabotaje silencioso.
La política no es un concurso de popularidad, es una apuesta de transformación que exige claridad, firmeza y coherencia. Gobernar implica tomar decisiones difíciles, priorizar lo estratégico sobre lo simbólico, elegir aliados que sumen en lugar de neutralizar. Ningún proceso de cambio real se ha dado rodeado de adversarios.
La idea romántica de que sumar a los opositores es sinónimo de madurez democrática, en la práctica ha servido para diluir proyectos de gobierno, minar liderazgos, frenar reformas estructurales. La inclusión mal entendida se convierte en un caballo de Troya. En lugar de fortalecer la gestión, introduce agendas ajenas, divide al equipo, filtra información sensible, convierte cada acierto en una batalla interna.
Un gobierno no necesita de todos los actores para funcionar. Requiere, en cambio, de personas leales al propósito, capaces de cargar el peso de las decisiones impopulares, de asumir riesgos por convicción. Rodearse de quienes nunca creyeron en el proyecto es abrirle la puerta a la traición institucionalizada.
Porque el enemigo político, aunque vista de colaborador, no deja de ser un actor con intereses contrarios. Es un error pensar que la política es tan noble que todos pueden alinearse si se les da un cargo. No funciona así. La historia está plagada de ejemplos donde gobernantes bien intencionados terminaron rehenes de sus propias concesiones.
En tiempos de polarización, cuando la verdad es manipulada a conveniencia y los micrófonos amplifican más el escándalo que los resultados, los liderazgos no pueden jugar a la ambigüedad. El mandato popular no se gana para regalarlo en cuotas de poder.
El pueblo vota por una propuesta concreta, no por una mezcolanza de intereses donde todos ganan menos la ciudadanía. La gobernabilidad no se construye desde la debilidad ni desde la necesidad de aprobación constante, se sostiene en la claridad del rumbo, en la firmeza de las decisiones, en la coherencia del equipo.
No se trata de excluir por capricho. Se trata de entender que la unidad no es una sumatoria aritmética de nombres, sino una alianza estratégica basada en principios, metas comunes y voluntad política. Quien quiera acompañar, debe hacerlo desde el compromiso, no desde la imposición.
La verdadera pluralidad se construye desde el respeto mutuo, pero también desde la honestidad. No se puede pedir lealtad a quien vive esperando el primer error para capitalizarlo. Tampoco se puede avanzar con quienes cada mañana se preguntan cómo restarle protagonismo al líder en lugar de sumar al propósito colectivo.
Los proyectos políticos fuertes no temen tomar decisiones impopulares si con ellas se garantiza el bien común. Por eso mismo, no se doblegan ante la presión mediática o el chantaje de la “unidad” a cualquier costo. Hay alianzas que restan, hay acuerdos que paralizan.
La política exige aprender a decir no. Decir no a los oportunistas que disfrazan de colaboración sus intereses personales. Decir no a quienes no creen en la visión del gobierno, pero quieren figurar en sus fotos. Decir no a quienes confunden crítica con sabotaje y participación con manipulación.
Quien lidera no puede estar en constante defensa de su equipo frente a sus propios coequiperos. No se construye futuro desde la sospecha permanente. Un gabinete que no rema en la misma dirección termina convertido en un campo de batalla interna donde cada quien busca salvar su propio pellejo.
Las crisis no surgen siempre desde afuera. Muchas veces el enemigo está adentro, disfrazado de consejero, de técnico, de aliado, pero operando con la agenda del contrario. Por eso, la fidelidad al proyecto es más importante que los títulos, más valiosa que las hojas de vida brillantes, más decisiva que cualquier cuota política.
Gobernar con el enemigo no solo pone en riesgo la eficiencia institucional. Rompe la conexión con la ciudadanía, que rápidamente percibe la incoherencia, la tibieza, la falta de claridad. Un pueblo necesita ver liderazgo, no conciliaciones que diluyen el mandato. Necesita sentir que su voto no fue negociado, que su decisión fue respetada, que el rumbo es firme. Cuando un líder duda de con quién caminar, el proyecto pierde velocidad, los resultados se dilatan, la frustración social crece.
La política moderna exige gobernantes que entiendan que el poder no es para repartir, sino para transformar. No se llega al gobierno para equilibrar intereses, sino para tomar decisiones que dejen huella. La historia no recuerda a quienes intentaron contentar a todos, recuerda a quienes transformaron realidades.
Para eso se necesita carácter, pero también equipo. Un equipo que crea, que defienda, que actúe con determinación. No uno que se detenga a medir las consecuencias políticas de cada decisión para decidir si la respalda o se aparta a tiempo.
Hay momentos en los que es necesario limpiar el gabinete, cerrar puertas a los saboteadores internos, blindar el proyecto. Eso no es autoritarismo, es responsabilidad. No se puede pedir resultados si las bases están contaminadas. Tampoco se puede construir legitimidad si quienes acompañan el gobierno operan con la narrativa del contrario.
El liderazgo político tiene muchas tareas, pero una de las más importantes es cuidar la esencia del proyecto que se prometió. Ser leal a ese compromiso implica tomar decisiones incómodas, cortar vínculos, soltar lastres.
No se puede gobernar con el enemigo. Porque el enemigo no quiere gobernar contigo, quiere ocupar tu lugar. Esa es la verdad que muchos se niegan a aceptar. Lo intentan una y otra vez, creyendo que esta vez sí funcionará. Pero el resultado siempre es el mismo: la fractura interna, la pérdida de rumbo, el desgaste prematuro. Lo que empieza como un gesto de inclusión termina siendo un acto de ingenuidad política que cuesta gobernabilidad, estabilidad y confianza.
Gobernar es, ante todo, un acto de responsabilidad. La historia no espera a los indecisos. Quien asume el liderazgo de una sociedad no puede permitirse dudar de su equipo ni de su visión. No puede construir sobre terreno movedizo. Por eso, gobernar bien también implica saber con quién sí, con quién no, y actuar en consecuencia. Porque en política, como en la vida, la claridad es una forma de respeto. Respeto por uno mismo, por el mandato recibido y por el futuro que se quiere dejar.
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Por: María Fernanda Plazas Bravo – X: @mafeplazasbravo
Ingeniera en Recursos Hídricos y Gestión Ambiental
Especialista en Marketing Político – Comunicación de Gobierno
Universidad Externado de Colombia