Hay una escena común que todo ciudadano ha vivido, sin importar su profesión, clase social o ideología: hacer fila. La fila, esa espera en serie que se forma frente a una caja, una ventanilla, un consultorio o una parada de bus, es más que una expresión de orden; es una radiografía de nuestra ética cotidiana.
No exagero: la forma en que alguien se comporta en una fila dice más de su carácter que muchos discursos públicos. ¿Respetamos el turno ajeno? ¿Hacemos trampa con una sonrisa cómplice? ¿Nos indignamos si alguien se cuela, pero hacemos lo mismo cuando nadie mira? Allí, en la simpleza de esperar, se juega la moral básica de una sociedad.
Como médico, he visto filas afuera de hospitales a las cinco de la mañana. Ancianos con bastón, madres con niños dormidos en brazos, pacientes con miedo a un diagnóstico que aún no tiene nombre. Y, también, he visto cómo algunos llegan, saludan al vigilante o al administrativo y pasan por delante con impunidad. En esos momentos, la fila deja de ser solo espera: se convierte en símbolo.
Pero no se trata solo del que se cuela. Se trata también del que permanece impasible ante la injusticia. De los que miran hacia otro lado, resignados, como si en Colombia hubiéramos naturalizado que el privilegio es más eficiente que la paciencia. La fila revela una jerarquía invisible: los que creen merecer un trato diferente y los que no se atreven a reclamar lo justo.
En la fila, el tiempo se vuelve relativo. No solo porque se estira con la lentitud burocrática, sino porque revela el tiempo interior de cada quien. Hay quien aprovecha para leer, pensar, conversar con el otro. Y hay quien se desespera, se impacienta, se enoja con el mundo. La ética, entonces, no es solo esperar sin colarse, sino también esperar sin odiar.
He llegado a pensar que deberíamos enseñar “ética de la fila” en los colegios. No como una lección menor, sino como la base del civismo. Porque si no somos capaces de respetar un turno, ¿cómo vamos a respetar las diferencias, los acuerdos, las normas de una democracia? En la fila se ensaya, a pequeña escala, la convivencia social.
El filósofo Emmanuel Levinas decía que la ética comienza en el rostro del otro. Y la fila, en su cotidianeidad, nos enfrenta justamente con eso: con rostros. Rostros cansados, apurados, dolidos, esperanzados. Mirarlos no debería hacernos sentir superiores ni inferiores, sino responsables.
En tiempos de urgencias individuales, la fila nos recuerda que hay otros. Y que esperar, sin trampas ni atajos, es un acto de respeto. Tal vez por eso, la próxima vez que esté en una fila, más que desesperarme, intente ver allí una metáfora: la de un país que solo podrá avanzar si aprende a respetar los turnos, las voces y los tiempos de todos.
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Por: Adonis Tupac Ramírez Cuéllar – adonistupac@gmail.com
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