Hay libros que no se leen, se habitan. Que no se terminan, sino que nos terminan.
Así me ocurrió con La ciudad y los perros a mis trece años, cuando todavía no sabía muy bien qué era la literatura, pero presentía que algo poderoso se ocultaba entre las páginas de ciertos libros.
Vargas Llosa llegó a mí como una premonición, cursaba octavo grado en el colegio Salesiano y su lectura fue una recomendación de mi profesor de Español, Argemiro Sánchez (QEPD), quien fue un mentor literario y del teatro.
El lenguaje afilado, el ritmo denso, la violencia que no era gratuita sino existencial, y ese universo cerrado y sofocante del Colegio Militar Leoncio Prado, me conmovieron. Yo era un adolescente que, como muchos, desconfiaba del mundo adulto y empezaba a entender el sabor metálico de la rebeldía. Y ahí estaba el Jaguar, brutal e indomable, como una sombra de lo que uno temía y deseaba ser.
Con Vargas Llosa aprendí que la novela podía ser una forma de lucha. Que contar era una forma de resistir. Que la palabra podía ser un espejo quebrado y, al mismo tiempo, una brújula.
Los años pasaron y volví a él desde otras rutas. En mi adultez me estremeció El sueño del celta, ese relato donde el idealismo se estrella contra la maquinaria colonial, donde Roger Casement camina hacia su ruina sabiendo que la dignidad también se paga caro.
Vargas Llosa no idealiza: observa, pregunta, desmenuza. Su mirada sobre la historia es cruel, lúcida, profundamente humana. Con Casement comprendí que los sueños no siempre redimen y que el coraje puede derivar en silencio, exilio, traición y la muerte y que las utopías siempre deben ser un faro para continuar existiendo.
Y luego llegó Le dedico mi silencio, como una carta de amor tardía y melancólica al Perú, ese país al que Vargas Llosa nunca ha dejado de escribirle, aunque lo haya negado, aunque haya tenido que dolerle. En esa novela de madurez no hay estridencias, sino un susurro. El protagonista, Toño Azpilcueta, sueña con una patria reconciliada a través de la música.
Pero como todo en Vargas Llosa, el sueño se enreda con la tragedia, con la imposibilidad de que los pueblos se unan sólo con belleza. La política, la violencia, los odios antiguos, se filtran siempre. Pero también está ahí el consuelo de los sonidos, el eco persistente de una identidad que se canta más que se escribe; reconocí la riqueza musical del Perú andino y el Perú negro.
Hoy, al mirar en retrospectiva la obra de Vargas Llosa, siento que más allá de las polémicas, las ideologías, los desencuentros, hay un escritor que hizo del oficio una misión. Que fue cronista de pasiones humanas, arquitecto de mundos morales complejos, y testigo feroz del devenir latinoamericano. Su prosa me enseñó a pensar sin concesiones, a escribir con el cuerpo entero, a mirar a los personajes con compasión pero sin indulgencia.
Vargas Llosa fue uno de mis primeros amores literarios. Y también ha sido una compañía silenciosa en los momentos donde dudo del sentido de narrar.
Gracias maestro.
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Por: Adonis Tupac Ramírez Cuéllar – adonistupac@gmail.com
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