El nuevo petróleo digital

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Cada día entregamos el recurso más valioso del siglo XXI: nuestros datos personales. Lo hacemos sin darnos cuenta, al instalar una aplicación, al usar una herramienta que nos promete decirnos cuál es nuestro mejor look, al activar el monitoreo del sueño o al sincronizar el celular con dispositivos que rastrean nuestro estado de salud o emociones.

Todo eso lo damos a cambio de una promesa atractiva: simplificarnos la vida. Sin embargo, en ese intercambio silencioso, hay compañías acumulando poder a una escala que muchos aún no logran dimensionar.

Los datos personales son hoy el principal activo en la economía digital. A diferencia del petróleo, este recurso no es finito ni requiere complejas infraestructuras para su extracción. Basta con que usemos internet. Cada clic, cada búsqueda, cada paso que damos con el celular en el bolsillo, cada publicación o conversación genera datos que se almacenan, se analizan y se transforman en perfiles.

Esos perfiles se venden, se cruzan, se actualizan en tiempo real y, aunque todo este ecosistema parece estar diseñado para ofrecernos comodidad, detrás hay un mercado que opera con una lógica clara: convertir nuestra información en rentabilidad.

Lo más alarmante es que participamos en este juego sin leer las reglas. Aceptamos políticas de privacidad que nadie revisa, damos permisos de acceso a cámaras, micrófonos, ubicaciones y contactos sin detenernos un segundo.

Preferimos las ventajas de una aplicación que nos dice qué comer o cómo dormir antes que pensar qué ocurre con todo lo que revelamos sobre nosotros. Elegimos la inmediatez por encima del criterio. Y lo más preocupante: lo hacemos sin sospechar que estamos abriendo la puerta a un sistema que puede influir en nuestras decisiones, sin que siquiera se note.

Las grandes plataformas tecnológicas no solo conocen nuestras rutinas, conocen también nuestras inseguridades, hábitos de consumo, relaciones personales, aspiraciones, tienen la capacidad de predecir comportamientos y diseñar mensajes hechos a la medida para movernos a actuar.

No es ciencia ficción, es un modelo que ya se ha instalado en sectores como la publicidad, el entretenimiento, el comercio, las finanzas y, en algunos casos, también en espacios sensibles como la salud y la política.

Si los datos son tan poderosos, ¿por qué los entregamos sin cuestionar? Porque hemos normalizado un modelo que nos hace sentir que no hay opción. Si no aceptamos las condiciones, no accedemos al servicio. Si no autorizamos la ubicación, la aplicación no funciona. Si no damos clic en “aceptar”, no avanzamos. Y mientras tanto, nuestros datos siguen fluyendo sin control, sin límites claros, sin garantías suficientes.

En muchos países, las normas no han evolucionado al ritmo del mundo digital. Las leyes están desfasadas, las autoridades encargadas de hacerlas cumplir no siempre cuentan con las herramientas ni con la independencia necesarias para regular a gigantes tecnológicos que superan el poder de muchas instituciones, cuando los mecanismos de vigilancia existen, pocas veces se traducen en sanciones efectivas o en cambios reales en las prácticas de las empresas.

Colombia tiene una legislación sobre protección de datos personales, pero el cumplimiento es desigual y, en muchos casos, simbólico. Hay esfuerzos valiosos, sí, pero insuficientes frente a la velocidad con la que se transforman las tecnologías y los modelos de negocio.

Falta más vigilancia, más control real, más pedagogía, porque el problema no es solo legal, es cultural. No basta con que existan normas, es necesario que entendamos el valor de nuestra información y que empecemos a exigir el respeto que merece.

También es clave comprender que proteger los datos no significa rechazar la tecnología, no se trata de desconectarnos ni de regresar al pasado, sino de avanzar con responsabilidad. Las plataformas pueden ofrecer servicios útiles sin necesidad de invadir la privacidad de manera desproporcionada, la innovación no debería estar reñida con los derechos de las personas. Por eso necesitamos nuevas reglas de juego, más transparencia y un cambio en la forma como asumimos nuestra vida digital.

Debemos exigir que las empresas expliquen con claridad qué información recogen, para qué la usan y con quién la comparten. Que obtengan un consentimiento informado y real, no un simple clic que oculta condiciones abusivas, que los algoritmos puedan ser auditados, que los modelos de inteligencia artificial sean explicables y que existan mecanismos eficaces para reclamar cuando sentimos que nuestra privacidad ha sido vulnerada.

Al mismo tiempo, urge formar ciudadanos más críticos frente a la tecnología, necesitamos saber qué estamos compartiendo, qué consecuencias tiene, qué riesgos asumimos. No se trata de vivir con miedo, sino con criterio. Porque lo que está en juego no es un dato aislado: es nuestra identidad, nuestra autonomía, nuestra libertad de decidir sin manipulaciones.

El poder del siglo XXI ya no está solo en las armas, en los votos o en el dinero, está en los datos. Quien los controla tiene ventaja, quien los maneja sin control puede moldear la sociedad. Por eso, no se trata de evitar el uso de la tecnología, sino de usarla desde una posición consciente, informada y con el respaldo de leyes que realmente nos protejan.

Nuestros datos no son un precio pequeño a pagar. Son el activo que sostiene el negocio más rentable del presente. Pero si nosotros no entendemos su valor, seguiremos siendo solo materia prima de una industria que se lucra de nuestra ignorancia. Ya es hora de cambiar eso, el verdadero avance digital será el que logre equilibrar la innovación con el respeto por los derechos. Uno que reconozca que la privacidad no es un lujo, sino una base fundamental de la libertad individual.

Si el nuevo petróleo son los datos, entonces el poder también está en nuestras manos. Podemos seguir entregándolos sin pensar o podemos comenzar a exigir que se usen con responsabilidad. La decisión está en nosotros.

Por: María Fernanda Plazas Bravo – X: @mafeplazasbravo
Ingeniera en Recursos Hídricos y Gestión Ambiental
Especialista en Marketing Político – Comunicación de Gobierno
Universidad Externado de Colombia

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