Cada vez que la naturaleza arremete con fuerza contra la raza humana, reflexionamos sobre lo frágiles y vulnerables que somos, a la vez que desnuda una palpable realidad: los seres humanos no respetamos los límites que natura nos impone para edificar las urbes existentes y son muchos los municipios del país, que han permitido el desarrollo urbanístico sobre las sagradas orillas de ríos y quebradas, generando que hoy 500 municipios del país se encuentren en alto riesgo, según el Ministerio del Medio Ambiente.
Los casos recientes han sido un claro ejemplo de ello: Campoalegre, Algeciras, Rivera, Saladoblanco y Teruel en el Huila, Lima en Perú, y ahora la apocalíptica avalancha de Mocoa, que por poco borra este municipio del mapa de Colombia y hasta ahora con un saldo trágico: 17 barrios arrasados, 45.000 damnificados, 273 muertos, más de 220 heridos y desaparecidos. Las pérdidas humanas y económicas son incalculables. Escenas desgarradoras de dolor, desolación e impotencia, inundan las redes sociales y los medios de comunicación de Colombia y el mundo. Las causas: intensas lluvias, represamiento de gran cantidad de agua, deforestación de 9.000 hectáreas en el último año, aumento de la frontera agrícola y ganadera, la minería descontrolada y por supuesto, el irrespeto al ordenamiento territorial.
Cuando estos hechos ocurren, todos nos rasgamos las vestiduras en señal de duelo, las autoridades inician una labor de atención humana y reconstrucción de lo destruido. Se convoca a la solidaridad de los colombianos y de la comunidad internacional. Se declara la calamidad pública y se invierten millonarios recursos, incluso vía crédito, como lo ha anunciado el Gobierno Nacional para la reconstrucción de Mocoa. Todo ello en el componente reactivo, más no en el preventivo, el cual es el ideal y menos costoso en estos casos, o acaso, no era más económico haber reubicado a estas familias para salvar sus vidas, que pagar la reconstrucción de lo destruido, con el agravante irreparable de las víctimas fatales, heridos y desaparecidos.
Las normas urbanísticas, entendidas éstas, en palabras de Hans Rother como: “organización del espacio para la vida del hombre en las ciudades”, desde la época de la colonia, a través de las Ordenanzas Reales de 1573, expedidas por el rey Felipe II, la fundación y el desarrollo de los centros poblados contaron con un estatuto orgánico, que puede catalogarse como el origen de la planeación y derecho urbanístico colombiano, desde el cual se prohibió el desarrollo de construcciones sobre los márgenes de ríos y quebradas, máxime cuando se trata de vivienda urbana.
Posteriormente se desarrollan normas urbanísticas en el Código Civil Colombiano, la Ley 9ª de 1989, Ley 388 de 1997, Ley 810 de 2003 y Decreto 1077 de 2015, obligando a los entes territoriales a adoptar los Planes de Ordenamiento Territorial, como un instrumento de planeación, que consagra las políticas, estrategias, metas, programas, actuaciones y normas adoptadas para orientar y administrar el desarrollo físico del territorio y la utilización del suelo. En estos planes se establece la prohibición de expedir licencias urbanísticas para zonas de alto riesgo, como son las rondas de ríos y quebradas.
El Código Nacional de Recursos Naturales Renovables y de Protección al Medio Ambiente establece una faja de reserva de 30 metros de ancho, paralela a la línea de ríos, como una zona de reserva y por ende de alto riesgo, sobre las cuales no se puede edificar. Si esta normatividad se respetara y las autoridades promovieran acciones de reubicación, seguramente hoy, otra sería la historia.
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Por: José Ferney Ducuara Castro – josefeducuara@hotmail.com