Esta cuarentena ha demostrado que en Colombia la clase alta está endeudada hasta los huesos y no es dueña de lo que cree poseer; que la clase media realmente no existe; que la economía de este país la mueve el sector público; que en realidad somos una sociedad de comerciantes y no de productores como ilusamente nos han hecho creer. Pero además, que el cierre de la rama judicial por cuenta de la pandemia en el fondo no le preocupa a nadie.
Y eso es extremadamente peligroso, para una sociedad que aparentemente quiere vivir en democracia.
Al presidente en su ya fastidiosa y monótona entrega diaria de cifras estadísticas, que cada día revela lo inútil y fatuo de su gobierno (Colombia es hoy uno de los países con menos pruebas practicadas en la región), nunca se ha referido a la problemática de la rama judicial. No lo hará. No puede hacerlo.
Allí el presidente ha heredado un problema que tiene décadas, y que tal vez, como se concluirá más adelante, es un problema que nació con la República.
El primer magistrado, sabe que en su escritorio están engavetadas las justas demandas de servidores judiciales que se le han hecho a presidentes de todas las vertientes políticas, y que ninguno ha atendido adecuadamente.
Y no son únicamente el aumento de salarios, como lo señala injustamente parte de la prensa de este país. A todos los gobiernos les han exigido adecuados escenarios para impartir justica, aumento de número de jueces en todas las jurisdicciones, aumento del número de empleados judiciales, para atender miles de procesos judiciales que esperan ser resueltos en Colombia.
Desde hace décadas, existen documentos de múltiples organizaciones internacionales y ONGs que no es necesario mencionar, pues pueden ser consultados por internet, que demandan del estado colombiano una infraestructura judicial adecuada al gran peso demográfico del país.
Para ilustrar la problemática, como miembro de la OCDE Colombia se raja en todos los escenarios. Uno de los más insospechados es el número de funcionarios judiciales por cada cien mil habitantes.
Sí tomamos como referente los países de la OCDE, lo cierto es que los otros miembros de ese club, cuentan con un mínimo de 65 jueces por cada cien mil habitantes y una mayor inversión en justicia con respecto al PIB. Colombia, cuenta en promedio con once juece |s por cada cien mil habitantes. Y por supuesto, Alemania, Australia, Chile o Francia no tienen los problemas de violaciones de derechos y de orden público que padecemos nosotros, y que se han perpetuado en el tiempo precisamente porque los responsables de esos actos no comparecen ante la justicia.
En este estado pre-moderno, que es el estado colombiano, la rama judicial es un poder público pauperizado y mancillado por gobiernos que nunca se han preocupado por dar un adecuado y digno sitial al trabajo de los jueces y servidores judiciales, que hay que reconocerlo, laboran incansablemente para dar solución a los cientos de miles de procesos judiciales, propios de una sociedad que le tiene miedo a las reformas, que ha vivido en guerra casi toda su historia republicana y que no reconoce la importancia de respetar la ley.
Triste que en medio de ese desmadre, se escuche a varios analistas que muy seguramente no han pisado nunca un despacho judicial, promover entre la opinión pública la digitalización de la rama judicial como fórmula Insospechada a la terrible congestión judicial, y al paro obligado de la justicia en medio de la pandemia.
No saben que expertos le han señalado al país que esa digitalización judicial, que ya está al menos referida en varias leyes y códigos que también se hace innecesario mencionar, cuesta la bicocada de 800 millones de dólares para implementarla, y un mínimo de doscientos millones de dólares anuales para mantenerla en funcionamiento.
Con ese dinero, (casi ochocientos mil millones de pesos) se podrían nombrar uno que otro juez, y se podrían crear varios despachos judiciales, que en todo caso ayudarían a aligerar la pesada carga de los actuales funcionarios judiciales.
O al menos se podría dignificar un poco las condiciones en que trabajan estos servidores. La mayoría de los juzgados en Colombia funcionan en cubículos (he tenido la oportunidad de viajar a otros países y definitivamente un juzgado, es, o mejor, debe ser otra cosa) de menos de veinte metros cuadrados en donde se instala el Juez, un Secretario y por lo menos tres funcionarios judiciales más. En ese espacio se adicionan los escritorios, sillas, computadores, impresoras, anaqueles, archivadores y una media de 800 expedientes.
En algunos casos, se adiciona una pequeña sala de audiencias (¿eso es realmente una sala?) de poco más de seis metros cuadrados en donde se deben sentar el juez, las partes del proceso, sus abogados, el secretario de la audiencia. Y a ello agreguemos los testigos sí es que acaso hay que escuchar alguno. Esa es la infraestructura media en las capitales de departamento.
En los municipios, los funcionarios judiciales son los porteros de los despachos, hacen aseo, limpian el polvo y ácaros de los expedientes, y en no pocas oportunidades, se les ve barriendo y trapeando su sitio de trabajo.
Son esas condiciones de trabajo, promovidas por décadas, la génesis de la congestión, de la ineficiencia y de la mora judicial.
Y prueba de que el problema nació con la república, lo describe Gabriel García Márquez magistralmente en El General en su Laberinto, refiriéndose a un interminable pleito judicial entre General Bolívar y su familia por las minas de Aroa. En esencia, Gabo nos ilustra en su hermosa novela, que el pleito duró toda la vida del Libertador sin ser definido, y que cuando el General comenta que tal vez no viajará a Europa hasta que el proceso judicial no se resuelva, un inglés, de apellido Wilson, al escuchar el comentario del Libertador, muy seguramente comparando lo que pasaba acá, con lo que pasaba en su país, sentenció: “Entonces, no nos iremos nunca”.
A pesar de todo, los funcionarios judiciales, hacen un impresionante trabajo para garantizar la materialización del estado de derecho.
Pero que la rama judicial no pueda laborar en medio de la pandemia, demuestra nuestra pobreza supina. Denuncia a una sociedad que se resiste a entender que con adecuadas inversiones públicas y un poco de transparencia en el manejo de los recursos públicos, se puede dar el salto definitivo a la modernidad. Desnuda a un sistema político que ha logrado mantener su rabanera cleptocracia precisamente porque la rama judicial no funciona adecuadamente.
Me decía un amigo, abogado también, que frente a la pandemia, vistas las condiciones laborales, de hacinamiento y salubridad de la rama judicial, era más fácil que primero abrieran los bares, restaurantes y discotecas que los despachos judiciales.
Lo triste, es que tal vez, mi colega tiene razón.
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Por: Juan Pablo Murcia Delgado – murciajuanpablo@gmail.com
Twitter: @jpmurciadelgado