Cierto día invité a mi hermana a cine a ver una película animada. Ella esbozó una gran sonrisa y aceptó encantada. Así que estuvimos muy puntuales, y diría que excesivamente puntuales, a tal punto que ya teníamos las gaseosas y la casita de maíz en nuestras manos.
Solo faltaba que la señorita nos diera la señal para entrar. Y justo cuando ella la dio, mi hermana comenzó a cuestionar el por qué entrábamos tan temprano a la sala de cine. Yo hice oídos sordos a su cuestionamiento, pero en realidad duró poco porque su preguntadera fue reiterativa: -¡No entiendo!, ¿por qué entramos tan temprano? Yo solo atiné a darle una respuesta como de consuelo. Así que solo le dije que ya teníamos todo listo y que nada hacíamos esperando de pie.
Es obvio que ella accedió entrar a regañadientes, llevando consigo la gaseosa y yo la casita de maíz, pero por cosas de la vida, del destino o Dios. Yo opté mejor por llevar las gaseosas y ella la casita. Sin embargo, como si algo le diera cuerda en su interior volvió a retomar su cuestionamiento. ¿Por qué entramos tan temprano? Ya un poco harta la miré y en el fondo anhelaba ser Wikipedia o Google para darle un montón de respuestas, y que se diera la tarea de escoger. Pero como no tengo esas facultades de saberlo todo, decidí entrar a la sala para ubicar las sillas que nos correspondían, el chico de la sala nos da la bienvenida y no las señala, de repente él se va y yo sigo subiendo escalones para llegar a ellas. (Imagino que se preguntarán por mi hermana).
Pues bien, tan pronto ubico mi silla, escucho un grito acompañado de un ruido. ¡Sí, señores y señoras!, mi hermana se cayó y con ella mi casita de maíz la cual terminó con el techito dañado y el reguero de maíz esparcido, como si un niño hubiese hecho una gran fiesta con las palomitas. Y yo arriba, mirando tal escena con cierta risa y desencanto. No obstante, recordé que tanto fue el afán de mi hermana de querer hallar una respuesta que la vino a encontrar de una manera bastante particular.
Por lo tanto, pienso que en nuestra vida suelen haber preguntas que si Dios nos las contestara inmediatamente, de seguro nos podrían derribar. Creo que cuando la vida nos pone en aprietos o nos noquea en ciertas situaciones. Ya sea que nos hayan despedido del trabajo, que un negocio haya fracasado o que nuestra pareja nos haya terminado. Siempre llegaremos al punto de exigirle respuestas a Dios. Y al ver que Él no responde nos amargamos de más y creemos que definitivamente Dios se equivocó, que Él destruyó nuestra felicidad. Y ahí empieza nuestra fe a debilitarse, pues en teoría creemos en Dios y en la práctica dudamos de sus buenas intenciones. Y lo peor, se nos olvida que Dios no recibe órdenes sino oraciones, y que Él ve un todo y nosotros tan solo una mínima parte. Creo que si Dios nos diera las respuestas en ese momento en que se las exigimos, de seguro caeríamos derrumbados y no alcanzaríamos a dimensionar los planes que Él tiene para nosotros.
Solo con el tiempo entenderemos que aquel despido en el trabajo era para retomar nuestro sueño, que aquel negocio que fracasó fue para crear otro, y que aquella pareja que nos falló o nos terminó, sencillamente fue para darle paso a alguien digno de nuestro corazón.
Respuestas, que definitivamente solo asimilaríamos y entenderíamos con el paso del tiempo más no de sopetón; afortunadamente, el único público que tuvo mi hermana de su divertido numerito llamado: “No le preguntes a Dios o al destino” fui yo.
Sin embargo, le quedó el dolor en sus rodillas y una prudencia ganada a raíz de un golpe. –La próxima vez tú llevarás la casita de maíz y de paso, me abstendré de preguntar (como disco rayado). Me dijo ella tan pronto finalizó la película.
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