A partir del siglo XX e inicios del XXI, el fenómeno del consumo de sustancias psicoactivas encontró condiciones perfectas en nuestra sociedad, se apropió de la desconexión, del sentimiento de aislamiento y el impulso desenfrenado por encontrar esa felicidad eterna y fantasiosa que anula por completo el apropiado derecho a entender que desde la serenidad, el desconsuelo también forma parte de la vida.
A través del trabajo de campo y las diferentes intervenciones psicológicas, se ha logrado reconocer que el uso intensivo de drogas licitas e ilícitas se escuda en la búsqueda del concepto de la felicidad que representa la ilustración popular y la globalización; esa curiosidad desmedida por conocer, participar y apropiarse de culturas, hábitos y estilos de vida añorados desde nuestra concepción errada de prosperidad a todo costo.
Los especialistas en ciencias sociales y humanas entienden este fenómeno como parte del «estilo posmoderno», una forma de bienestar que se presenta como un ideal ficticio, “vivir una vida plena demanda de todos los riesgos”, dando una importancia desmedida a las emociones personales, una comodidad que busca perpetuar el hedonismo, es necesario entenderlo como una especie de «felicidad consumista», que no solo incentiva a la apropiación de bienes, sino que también fomenta el derroche de la vida misma, un concepto de felicidad que hace que las personas se alimenten de optimismo desenfrenado, charlatanería y servicios eufóricos, tratando de encubrir el fracaso y el dolor, propios de nuestra humanidad.
Las batallas contra el consumo de sustancias psicoactivas se siguen perdiendo, factores como las redes sociales, la desinformación, la frustración, la presión social-familiar, la desigualdad e inequidad y la incertidumbre entre otras, han permitido que el problema de las drogas trascienda los enfoques de salud pública, judicial, educativo y legislativo, ninguno de estos puntos de vista desde la institucionalidad pueden apelar a la cohesión de otros sectores y lo que es peor aún no logran explicar objetivamente el fenómeno; quizás los profesionales en salud mental, educadores y psicólogos sociales puedan tener una participación más activa para lograr desentrañar la práctica y enfatizar en la influencia que genera y sostiene el problema.
Las estrategias para el desarrollo de habilidades sociales y para la vida se deben poner en marcha de manera demostrativa antes de los 5 años de edad, por lo que nuestra esperanza de construir una sociedad sin adicciones debe orientarse a la intervención en el campo cultural y familiar, mejorando la educación en valores para los menores desde una edad temprana, desarrollando acciones que puedan inspirar un sentido de autorresponsabilidad, autoregulación, solidaridad social y competencias que fortalezcan la capacidad para asumir los cambios sin que esto altere el sentido de vida.
Sin duda, nunca en la historia de la humanidad ha habido un deseo de felicidad tan fuerte, tan ingenuo e ilusorio que haya priorizado condiciones como el triunfo económico, el individualismo y el hedonismo trascendental, menguando la importancia de la unión familiar, la salud mental, la vida comunitaria, la solidaridad y la empatía.
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Por: Ángela Osorio Díaz – angelaosorio201132@hotmail.com
Psicóloga Especialista En Gestión De Procesos Psicosociales
Twitter: @ngelaOsorio8