Dicen los expertos en clima organizacional, de las grandes y exitosas empresas del mundo, que romper las barreras físicas y de jerarquía, permite el éxito del clima laboral de las directivas y el talento humano que allí laboran.
Pero en Colombia, la venia del respeto está en la mal utilizada palabra de ‘doctor’ para su jefe inmediato, su superior, para el presidente o gerente de equis empresa, como también en los cargos públicos.
Y tal vez la culpa la tiene la Academia, los profesores del momento, aquellos abogados de 50, 60 y hasta más años, les encanta esa pleitesía que los llamen doctores por haber estudiado Derecho, y formaron a los estudiantes que desde primer semestre deberían llamarse entre sí: doctor, doctora y doctores.
Peor aún, al que le llaman doctor solo por el falso prestigio, por el simple empirismo, y que exigen más que un profesional ser nombrados así, que se le trate de esa manera porque lo que importa no es ser, sino aparentar.
En la vida pública nos estrellamos con mandatarios, concejales, diputados y congresistas, que les fascina y es un elixir para su satisfacción que de la noche a la mañana aparecieron como doctores. Nunca corrigen, nunca exclaman la equivocación, porque eso les engorda los oídos y les nubla la vista.
Aquí en este país, donde todo es posible para bien y para mal, se le dice doctor a cualquiera para homenajearlo, para darle estatus y para inflar el ego, bien sea por simple costumbre o por conveniencia.
Unos menos conformes siempre han advertido que doctor se le llama al que está en la rama de la Salud o ha hecho un doctorado, que por cierto no es nada sencillo y toma sus años.
Entonces, ¿desde cuándo se nos dio por tratar a todo mundo de doctor? Se les ocurrió a los abogados algún día darse prestigio, ante el pobre pueblerino que le dijo señor y éste experto en leyes le corrigió: – Doctor para usted mi querido campesino colombiano.
Debemos hacer cultura, llamar a la persona por su cargo, por su posición momentánea, pero no exaltar por simple propósito de conseguir algo o endulzar el ser de quien no lo merece.
Hoy las jerarquías están cambiando, las oficinas de miles de empresas están acabando con el encierro, con los cubículos, con las grandes murallas, y todos trabajan en un gran salón, para verse las caras, para interactuar, para tener al jefe al lado, al que perfectamente se le puede llamar Miguel, y así tenga varios títulos realizados, pero que se enorgullece, cuando la señora de la fotocopiadora es capaz de llamarlo por su nombre, porque la confianza la ha dado él. Eso es un gran logro así parezca tonto.
Lo mismo debería ser en los cargos públicos, en los de elección popular, que llamar al mandatario o político de turno por su nombre o su labor, sea la posibilidad para que la gente lo sienta cercano, lo crea propio o uno más de la familia.
Las barreras son mentales muchas veces, pero permitimos crecerlas cuando aceptamos un título ridículo de doctor, cuando no nos cabe en el carné, cuando nos pesa escasamente un nombre tan largo, escogido por nuestros padres, abuelos o el mismo cura, como para venir a aceptar abolengos que no corresponden.
El día que el doctor deje de llamarse doctor, seremos más humanos, más conscientes, más razonables.
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Por: Alejandro Cabrera Collazos – alejandrocabrera23@gmail.com
Twitter: @alejocabrera